domingo, 10 de febrero de 2008

EL PAPEL DEL CRISTIANISMO Y LA DECADENCIA DE ROMA

La muerte de Jesús vino a suponer la constatación de un fracaso para todos aquéllos (incluidos sus discípulos y acaso él mismo) que le veían como el Mesías largamente esperado por el pueblo judío: aquél que, dirigido por Yahvé, estaba llamado a liderar una revolución social y política que conduciría a la liberación de Israel y a la instauración del reino de la nueva Jerusalén y su dominio sobre las naciones de la tierra; reino, pues, de este mundo y de un pueblo concreto, que se alcanzaría tras la destrucción de los enemigos. Jesús es, así, asimilado al christós griego: el ungido, el libertador. Término que se asociará a su nombre: Jesucristo, es decir, Jesús es el Cristo. Pese a sus múltiples contradicciones, entre sí y cada uno consigo mismo, los tres evangelios sinópticos ponen de relieve (lo mismo, por supuesto, que los apócrifos) ese carácter mesiánico que tenía la figura de Jesús para sus seguidores. «Esperábamos que él fuera el liberador de Israel», leemos en Lucas que exclamó uno de los discípulos tras la crucifixión.
Pero Jesús ha muerto sin dar cumplimiento a su empresa mesiánica. Ese hecho obliga, de inmediato, a un «cambio de planes»: Jesús –se dirá– ha resucitado, triunfando sobre la muerte. Esta no es, pues, indicio de su fracaso, sino que, acudiendo a Isaías (40-55), será vista como prueba de que es el siervo del Dios que sufre y muere como víctima propiciatoria. Enviado como Mesías, no fue reconocido por su propio pueblo, que lo abandonó en manos de Roma. Pero volverá, tras el preceptivo arrepentimiento de los suyos, para dar cumplimiento a su labor mesiánica. Se trata de la parusía, de la segunda venida, con toda gloria y poder para reinstaurar el reino de Israel. Tal es la «nueva versión» que sobre su persona y el sentido de su vida y muerte diseña la primitiva Iglesia de Jerusalén, liderada por Santiago hasta el año 62, y centrada en el respeto a la circuncisión y la ley antigua, el culto en el Templo y la idea de un Jesús Mesías nacido de varón y mujer, esto es, de un Jesús, podríamos decir, Hijo del Hombre, en sentido estricto.
San Pablo y el nacimiento del cristianismo
Mas pronto comienza a dibujarse otra interpretación del asunto, que será la que finalmente se imponga y de la que propiamente nacerán el cristianismo (o, por mejor decir, el cristianismo católico), tal como hoy lo conocemos, y la Iglesia Católica, hasta acabar por convertirse en la poderosa institución que es. Pero el giro que da lugar a todo ello resulta tan ajeno al propio Jesús histórico, que con razón Bauer ha podido decir que el cristianismo como religión podría haberse establecido perfectamente sin la menor referencia a él.
El auténtico artífice de ese giro y de esa nueva interpretación no es otro que Pablo de Tarso, quien, influido, sin duda, por el pensamiento griego, presentará en sus Epístolas, escritas por los años cincuenta, una visión diametralmente opuesta de la figura del Nazareno y del sentido de su obra.

No hay comentarios: